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España indefensa

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Por Serafín Fanjul

AÚN se divisan, semihundidos bajo el agua, los pecios de los barcos españoles, el fantasma de la escuadra de Cervera. En Aserradero, en Juan González y en el Río de la Mula, más al oeste, asoman las estructuras, las torres de los cañones y las cofas derrotadas, encallados los navíos por sus tripulaciones. Verlos sobrecoge a cualquier español sensible. Frente a Playa Hicacal concluyó el Imperio Español, iniciado también en aquellas aguas, con otros marinos y unas ilusiones todavía nuevas. Antes del 3 de julio de 1898, los españoles, siempre adictos a la lotería y la magia, creían firmemente que al primer cañonazo la desbandada del enemigo sería imparable, pero la cacería –que no batalla– de Santiago, los devolvió a la realidad y ya solo quedó un loco deseo de terminar pronto los lances de la guerra para poder seguir haciendo el majo y el distraído. Ya nada importaban la heroica inmolación del coronel Vara de Rey en los cerros de Santiago ni la resistencia feroz en los fortines de El Caney. Todo demasiado sabido, demasiado olvidado.

¿Cómo se había llegado a la catástrofe? Durante la primavera, cuando se veía venir lo irremediable, se iban abriendo paso los rumores sobre informes del almirante dando cuenta del pésimo estado de la flota. Barcos que mal podían hundir a una escuadra enemiga, ni fabricada con cuadernas de vidrio y pantoques de papel. Pero ¿quién era el responsable del mal estado de la armada? Sería fácil culpar a los visibles: Cervera, los oficiales atentos al bicornio y las charreteras, los ingenieros navales indolentes… Pero ¿qué decir de los sucesivos ministros, secretarios, chupatintas y pendolistas, indiferentes a los informes; de los fogoneros y maquinistas descuidados y destrozones como tarasca de Carnaval; de los diputados, contratistas, intermediarios, que ponían la mano para modernizar la flota sin mejorarla nada? Una obra de incompetencia y frivolidad colectiva sin más guía ni rumbo que el desmadre general, igual que ahora.

La reciente encuesta publicada en torno al escasísimo deseo de los españoles de defender nada de nada nos hace retroceder ciento y pico de años, por más que ahora ya no queda ni retórica patriótica ni nadie que ose utilizarla. Bien es cierto que las encuestas constituyen el más aburrido subgénero de la ficción narrativa; que la formulación de las preguntas puede orientar las respuestas; que a los españoles les encanta presumir de tirados e indiferentes (¡da buen tono!); que en el cómputo entran los separatistas, tan favorecidos por la inopia, o la vagancia, o la connivencia, de los gobiernos centrales y de la caterva autonómica. Todo eso es verdad, pero también lo es la perfecta descripción –sin pretenderlo– de la sociedad española publicada por una amanuense de ordenador en un periódico digital, contrastando la tensión y gravedad con que celebran sus fiestas «patrias» los secesionistas catalanes con la forma corriente entre «nosotros»: «Se corta una calle, y con una cervecita, unos choricillos a la brasa y música bailonga, nos echamos unas risas…». La criatura lo ha clavado. Si se banalizaron y comercializaron la Navidad y la Semana Santa, ¿por qué no proceder igual con eso de España? En especial si desde el Poder se lanza, con la fuerza de los hechos y las omisiones que vienen de arriba, el mensaje inequívoco de que la defensa nacional no es de tu incumbencia, lo vamos a resolver con mercenarios, olvídate y vive contento, que el PP te ha librado de la Mili. A nuestro juicio –expresado en esta misma página hace diez años–, fue el mayor de los errores de los gobiernos de entonces que, por otro lado, tuvieron notables aciertos. Porque el espíritu de defensa no se improvisa ni se crea exnihilo, o a partir de ideas y hábitos contrarios. Y la comunidad humana que renuncia a defenderse no merece sobrevivir. Y no sobrevive.
Se ha especulado –poquito– sobre las causas de la supresión del Servicio Militar: quitarle la pancarta a la izquierda; privatizar los servicios internos del Ejército; ceder sin necesidad a presiones de CiU; mejorar la eficiencia en el aprendizaje y manejo de armamento moderno; racionalizar las plantillas; acabar con pequeñas corruptelas… Seguramente se puedan añadir otras que no se alcanzan a un lego en la materia como el arriba firmante, pero con pleno derecho de preocuparse por la defensa de su país. Podemos preguntarnos si no había alternativa y si nuestro Ejército, con todos los respetos para los profesionales, cumple sus dos misiones de disuadir a eventuales enemigos y de defendernos en caso de necesidad, incluidas las amenazas a nuestra integridad territorial, pero, en el fondo –tememos–, nos hallamos ante un capítulo más de la rendición de la derecha política, no ya ante la izquierda, sino ante La Imagen, una imagen que nadie sabe cómo y dónde se fabrica pero que nos tiraniza y aplasta a todos, por ejemplo poniendo en peligro la defensa y cohesión nacionales. Previamente, la ley de Objeción de Conciencia, una de las más pintorescas jaimitadas cometidas por las vacas sagradas de la Transición, abrió el camino. En el país de la picaresca y la mangancia, ni al que asó la manteca se le ocurriría ofrecer semejante coladero. Y lo fue. Al final, teníamos el cuádruplo de objetores que Alemania, con la mitad de población. Claro que en ese país se cumplían dieciocho meses de verdadero servicio civil, limpiando ancianos en geriátricos, por ejemplo. Y sé de qué y de quién hablo.
Rebasan la mera anécdota, por el estado de opinión que reflejan en gerifaltes con mando en el BOE, algunos comentarios bochornosos sobre el Ejército que trascendieron a través de micrófonos infieles. Gracietas inolvidables. Pero con ninguna gracia cuando el presupuesto militar está muy por debajo del 1 por ciento del PIB; cuando los soldados y marineros no llegan a setenta mil (aseguraban que serían 130.000); cuando se siguen disolviendo unidades y desguazando barcos por falta de personal y dinero. Pero, sobre todo –hoy, como con los barcos en 1898– podemos preguntarnos cuántos aviones y helicópteros de combate pueden levantar el vuelo en este preciso momento, cuántos soldados están en disposición de combatir en las próximas 48 horas, cuántos se pueden movilizar en dos semanas, o en cuatro. Preguntas que solo hallarán el mutismo despectivo y cínico de siempre. O la excusa de tratarse de información reservada. Pero mientras nuestros políticos tocan el violón o traicionan desvergonzadamente sus compromisos electorales, nuestros enemigos potenciales –que los hay– conocen todo esto al dedillo. Que siga el son.

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